Ecuador en tres tiempos: una travesía por las estaciones que mueven el alma
Hay viajes que comienzan con una fecha, otros con un deseo, y unos pocos, con una sincronía perfecta entre lo que sucede afuera y lo que uno necesita adentro. Ecuador, país de contrastes y de latidos diversos, tiene algo que lo hace especial: no hay que esperar a una sola estación. Aquí, cada temporada es una invitación distinta a mirar, sentir y transformarse.
Este año decidí recorrerlo según sus propios ciclos. No por los del clima, sino por los que dicta la tierra, el mar y el cielo. Así fue como empecé a conocer un Ecuador que cambia sin dejar de ser el mismo.

Entre volcanes y páramos: la temporada de montañas
De junio a agosto
Llegó el verano y con él, los días claros. Me hablaron de la Avenida de los Volcanes y no dudé en seguir esa ruta que cruza el país como una espina dorsal de fuego y hielo.
Primero fue el Chimborazo. Me dijeron que era el punto más cercano al Sol desde el centro de la Tierra. Me paré frente a su cumbre nevada y entendí lo que es sentirse pequeño ante algo inmenso y sereno. Luego, los Ilinizas me recordaron que no todo lo majestuoso tiene que ser imposible; a veces, las montañas gemelas también pueden enseñarte a avanzar en pareja.
Subí al Cotopaxi, visité la Laguna de Limpiopungo, acampé en las faldas del Antisana, escuché el silencio del Cayambe. El Altar, con su laguna escondida en un cráter deshecho, me pareció un sueño vuelto paisaje. Cada cumbre tenía su propio lenguaje. Algunas exigían respeto, otras paciencia, pero todas me hablaban de lo mismo: que la verdadera altura no se mide en metros, sino en lo que despiertan dentro de ti.

Frente al mar abierto: la temporada de ballenas
De junio a septiembre
Después del vértigo de las montañas, el océano me llamó. Entre junio y septiembre, las ballenas jorobadas llegan desde la Antártida. Nadie les avisa. Solo saben que Ecuador es su lugar para amar, parir y cantar.
Fui a Puerto López, subí a un bote al amanecer, y ahí estaban. Majestuosas, lentas, inesperadas. Saltaban, golpeaban el agua con sus aletas, giraban sobre sí mismas. Me dijeron que eso se llama “percusión”, que viaja kilómetros por el mar, como un idioma propio.
Estuve también en Salinas, vi ballenas entre rocas y olas intensas. En Esmeraldas, entre música y manglares. En El Oro, donde los delfines juegan con los turistas y las islas parecen esculpidas para contar historias. Cada vez que una ballena emergía del agua, sentí que algo también emergía en mí: una certeza de que estamos conectados, aunque vivamos tan lejos.

Cuando el sol toca la tierra: Inti Raymi
Durante junio
El 21 de junio no es solo una fecha en el calendario andino. Es el inicio de un nuevo ciclo. Fui a Otavalo, pero también pude haber ido a Cotacachi o Ingapirca. El ritual era el mismo: una comunidad que agradece al sol por la cosecha, por la abundancia, por la vida, por el fuego que todo lo transforma.
Vi cómo los pueblos indígenas no celebran solo con palabras, sino con cuerpo, danza, fuego y alimento. Participé en un baño ritual, escuché plegarias en kichwa, vi mesas ceremoniales decoradas con flores, papas, maíz y chicha. Me hablaron del Hatun Puncha, del poder del sol y de lo que significa honrar la tierra sin querer poseerla.
Y esa noche, en la mitad exacta del mundo, me senté en silencio, mirando las estrellas. No necesitaba entender todo. Bastaba con estar ahí, ser parte del momento, dejar que el nuevo ciclo también me tocará.
Tres estaciones, un solo Ecuador
Lo que descubrí es que Ecuador no tiene solo cuatro mundos. Tiene muchas formas de mirarse a sí mismo. Hay un Ecuador que se eleva, otro que se sumerge, otro que celebra el sol como si fuera un viejo amigo que vuelve. Y en todos, hay espacio para encontrarte, para asombrarte, para volver.
Así es este país: te invita a recorrerlo como si cada temporada fuera una parte distinta de tu historia. A veces desde lo alto, otras desde lo profundo, pero siempre desde lo vivo.
Viaja por Ecuador. Y esta vez, deja que el país te viaje a ti.
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